David Byrne vino a Buenos Aires y esto fue lo que pasó
Byrne vino a Buenos Aires. Tocó en el Gran Rex. Cambió a un montón de gente. Recurriendo a una juventud que aún vive en nosotros, como me dijo un amigo: me partió la cabeza.
No es una tarea fácil escribir sobre David Byrne. Posee el don de blindarlo todo. Presenciar lo que Byrne entiende por arte es librarse por un tiempo de todo tipo de banalidad o mediocridad y encontrarse con un estado de agradecimiento. Byrne devuelve la fe en la música sin dudas, pero también brinda cosas más importantes, como volver a casa y hacerse decenas de preguntas, volver a escuchar mucha música, entender que hay que estar siempre a la altura de las circunstancias y que el arte no es sencillamente un talento sin más, es también una manera de ser generoso con el otro y encontrar en eso un sentido más amplio de y para la vida.
65 años de imaginación viva
Byrne abrió su recital en el Gran Rex con Here, uno de los temas de su reciente trabajo American Utopia. Here es un tema con una carga de tristeza enorme que va creciendo a medida que el despliegue escénico que pensó Byrne se hace presente. Es una manera de decir que las cosas están mal (Now it feels like a bad connection / No more information now) pero hay alguna manera de que estén bien (Raise your eyes to the one who loves you / It is a safe right where you are) y van a mejorar definitivamente cuando enganche Lazy (el tema que hizo con X-Press 2, un hit que sonó en todas las pistas del mundo) y luego el clásico I Zimbra, tema que abre Fear of Music, el disco más negro de Talking Heads. Con solo tres temas queda claro que Byrne sigue siendo vanguardia. Con 65 años su imaginación sigue joven, viva y lúcida. En un escenario totalmente despojado, sin equipos, sin nada más que los cuerpos de los músicos que cargan y descargan instrumentos, al mismo tiempo que montan y desmontan coreografías, la propuesta de Byrne parece ser similar a la que pensó para Stop Making Sense, pero totalmente renovada y adaptada a una época de super información. El foco está puesto en el cuerpo del músico y no en cualquier truco de pantalla o luces, porque hasta la luz se dedica a resaltar formas y sensaciones, marcando cada línea de sensibilidad desplegada. En una época en donde los estímulos son constantes y parecen imposibles de esquivar, un escenario despojado parece darle un respiro a la mente y la música parece ir sanándola de a poco, como si lo que realmente necesitara fuera un shot de endorfinas, lo que conocemos como placer, lo que se llama felicidad.
Byrne arma la lista a la perfección, como armó cada disco de Talking Heads, y eso hace que el show jamás pierda fuerza y mantenga una coherencia en cada cosa que quiere contar. No hace falta llegar a la mitad del setlist para entender que no es solo música, es también una historia, la misma historia que cuenta Byrne desde siempre, la que le sale bien contar, la de la alienación, la soledad, la vida que despierta y pelea por salir, lo opaco que no resiste el espíritu de los inquietos, una lucha constante contra la mediocridad. Byrne parece bellamente obsesionado con delinear un camino a un más allá pero no es egoísta y no es inseguro; lo que él sabe lo comparte, lo brinda y no lo oculta. Ver a Byrne es entender que no sabemos nada pero que está todo bien con eso porque nos vamos a ir mejor, sabiendo más cosas, pero sobre todo con más preguntas y una mente inquieta que quiere saber, buscar, ser curiosa, alterarse por decisión propia, por determinación genuina.
Luego de una excelente versión de I Should Watch TV (del disco compuesto a dúo con la notable St. Vincent) aparece uno de los singles de American Utopia, Everybody’s Coming to My House, tema que parece ser la continuación natural de Once in a Lifetime. La cuestión de animarse a preguntarse si vivimos en una fantasía o si nuestra realidad, la que realmente queremos para nosotros, nos aguarda del otro lado de la puerta. El twist de este tema, que es por cierto excelente, es el ruego casi inocente de no vivir solo en un momento de la vida en el cual parece que jamás lo estamos. Decenas de mensajes, miles de textos, cientos de contactos y el cuerpo, el tacto, la ternura, están ausentes. Algo así parece sobrevolar en un tema que como siempre parece inocente y no lo es, no porque esconda grandes secretos a decodificar, más bien por la simpleza que encuentra Byrne para hablar de temas tan complejos y sensibles.
Obviamente que todos los grandes temas de Talking Heads se hacen presentes. Y la pregunta se hace siempre inevitable ¿se puede mejorar o al menos empatar las grandes formaciones de Talking Heads? Se puede. Hay algo en ese espíritu a lo Byrne que parece entender al otro y colocar a cada músico en el lugar de lujo que se merece. La sensación es que los doce, porque sí, son doce los músicos en escena, la están pasando bárbaro. No en el sentido de fiesta, aunque bien podría ir; más bien en el sentido de amor y amistad. Amor por la música, amistad entre pares. Byrne es sólido. No necesita que todo tenga que ver con él, más bien él quiere tener que ver con todo.
Si el show explota en los momentos indicados la respuesta es: sí. Explota con Once in a Lifetime y con Burning Down The House. No quedan dudas que el amor por Talking Heads y la fuerza con la que impactó a toda una generación de músicos, melómanos y oyentes varios, sigue estando presente. Nunca vamos a dejar de ver por las calles de Buenos Aires una clásica remera de Talking Heads. Eso, como los primeros amores, nunca se olvida. Pero nada de esto es retro o viejo o vintage o reciclado. Es todo nuevo y luminoso, es lograr que la vanguardia sea por un rato para todos, sea accesible, divertida y salga victoriosa dejando en claro que la música es por sobre todas las cosas el capital humano, lo que el alma pone a disposición, la belleza de la inteligencia compartida para todos y todas.
Byrne vino a Buenos Aires. Tocó en el Gran Rex. Cambió a un montón de gente. Recurriendo a una juventud que aún vive en nosotros, como me dijo un amigo: me partió la cabeza.